Vocaciones
TRADUCTOR
domingo, 5 de septiembre de 2010
Los discípulos y la sociedad de hoy. Domingo XXIII Durante el Año
En el Evangelio de este Domingo (Lc 14, 25-33), Jesús nos aclara qué es ser su discípulo, porque se ve rodeado de una multitud: "junto con Jesús iba un gran gentío". Él no quiere que lo sigamos como una masa despersonalizada. Ser su discípulo no es solamente amontonarse a su alrededor. Ser su discípulo implica una relación de amor con Él. Pero no un amor de beso fácil de telenovela barata, ni un egoismo disfrazado de amor, en el cual procuro aprovecharme del prójimo y no ser provechoso para él. El amor del que habla Jesús es uno que sabe de renuncias: cualquiera que venga a mí y no me ame más que a... Es amor que sabe de crucificción el que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo.
Amar a Jesús más que a los padres, los hijos, los hermanos, la mujer, nos lleva a amar mejor a esas personas. Porque el que ama al Señor es el que cumple sus mandamientos y ellos hablan de honrar a los padres, hablan de educar a los hijos, de respetar y compartir con los hermanos, de ser fieles al consorte. Amar más a Cristo que a los hombres, nos lleva a amar mejor a la gente.
Ese amor a Cristo, que eleva el amor humano, es también el que puede cambiar la sociedad. El cambio social, por el que tanto suspira la gente de hoy, pasa por el amor.
San Pablo en la Carta a Filemón (Flm 9-10. 12-17), aboga por un esclavo fugitivo de éste, llamado Onésimo, a quien el Apóstol convierte al cristianismo y lo envía de regreso a la casa de su amo. Lo envía de regreso no ya como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido. Allí comienza un cambio social basado en el amor de Cristo que le pondrá fin a la esclavitud
Los cristianos, discípulos de Jesús, creen en el cambio social, no basado en la violencia, ni en las revoluciones armadas, ni en la justicia tomada por mano propia, ni en la lucha entre ricos y pobres, o entre etnias. Los discípulos están llamados a cambiar la sociedad no con los puños cerrados y a golpes, sino con las manos abiertas y el diálogo fraterno. No con grandes reuniones y congresos, sino en el trato diario y doméstico; en los pequeños y grandes favores que nos pedimos y hacemos cotidianamente.
Pensemos en las personas que nos rodean y en la relación que tenemos con ellas. Qué nos pide Jesús, cómo quiere que sea esa relación. Eso es amarlo más que al padre, a la madre, a los hijos, a los hermanos, a la esposa, al marido; más que a la propia vida. Eso es ser discípulo suyo.