El tercer domingo de Pascua nos trae el apéndice del Evangelio de Juan, probablemente fruto de la mano de sus discípulos, más que del Apóstol mismo y nos relata la tercera aparición del Cristo resucitado. No es necesariamente la última, porque este apéndice termina diciéndonos que que "Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían" (Jn 21, 25) Aunque este versículo no forma parte del texto litúrgico de hoy, ya nos da pie a pensar que la presencia de Jesús en la vida de la Iglesia no se agota nunca.
Volviendo al relato que nos propone la Iglesia viene articulado en dos partes, la aparición de Jesús en sí misma y la triple profesión de amor de Simón Pedro que concluye con la renovación de la vocación de este Apóstol.
En primer término puede llamarnos la atención el escenario donde se ubica el hecho. A diferencia de las apariciones anteriores no se da en una casa de puertas cerradas, como lo vimos el domingo pasado, sino a las orillas del lago de Tiberíades. La Iglesia ya no está encerrada. Para nosotros que pertenecemos a esta parte del planeta hasta nos puede sugerir que está expectante de encontrar otra costa a donde llevar el Evangelio.
Por eso podemos centrar el mensaje de la Liturgia de este domingo en la acción apostólica de la Iglesia y podemos concluir, en primer lugar que, sin Cristo, es infecunda. Los discípulos deciden ir a pescar, pero sólo con la presencia del Resucitado se produce la pesca. Más todavía, siguiendo las palabras de Cristo que le habla desde la orilla. No es por tanto, el primero de los Apóstoles el que la guía, sino el Señor resucitado. En el Evangelización de los pueblos no son nuestros personalismos los que cuentan, sino nuestra obediencia humilde al Señor; aunque muchas veces no lo veamos claro, como los discípulos en aquel amanecer. Nuestra obediencia a su voz y el amor que él nos tiene, pues es el discípulo amado el que lo reconoce cuando le dice a Pedro "es el Señor"
Pero cuál es el objeto del accionar apostólico de nuestra Iglesia. Pescar. Conseguir para Dios los hombres de todas las culturas de la tierra, atraerlos hacia él, como aquella red llena de peces que más adelante el autor detalla que se trata de ciento cincuenta y tres. Este número no es anecdótico; se trata de la cantidad de especies que se conocían en la antigüedad. Al traerlo a colación Juan se está refiriendo a la totalidad de los hombres y los pueblos.
Pescar hombres para el Señor no tiene otro objeto que darles la oportunidad de encontrar su felicidad vivir para Dios y ante Él en clave da alabanza eterna, aquella de la que nos habla la segunda lectura tomada del Apocalipsis. Una alabanza que para ser eterna no tiene que comenzar después de la muerte, al contrario, tiene que empezar desde ahora y debe abrazar a todos "las criaturas que están en el cielo, sobre la tierra, debajo de ella y en el mar" (5, 13) Llamativo versículo que, siguiendo la línea de la Encíclica Laudato Si, puede hacernos pensar en el cuidado de toda la creación. Toda ella es para alabar al Creador.
Esta alabanza es posible solamente gracias a la Misericordia de Dios que nos rescata de nuestros pecados. Siguiendo al Apocalipsis, tal Misericordia es gracias al Cordero que ha sido inmolado (Cf 5,12) Aquel que, según la Primera Lectura de la Misa de hoy, ha sido constituido "Jefe y Salvador, a fin de conceder a Israel (Pueblo de Dios) la conversión y el perdón de los pecados" (Hech 5, 31).
Así, el anuncio de la red en la que la Iglesia pesca a los hombres de todos los tiempos es la de la Misercordia y paradójicamente, esta red no aprisiona, sino que otorga la verdadera libertad, porque es la que ofrece el perdón de los pecados. La Iglesia obtiene sus pescados, perdonándoles sus pecados.
El Salmo de la misa nos habla de la "noche en que se derraman lágrimas" (29, 6) y de la alegría que renace a la mañana. Todo ello nos puede hacer recordar la noche de la traición de Pedro en la que este lloró amargamente. Esa oscuridad queda curada en este amanecer del que nos habla el Evangelio, cuando San Pedro le dice a Jesús que Él (Cristo) lo sabe todo y sabe que lo ama. Es hermoso darnos cuenta que esto mismo nos pasa a nosotros.
Le recemos a la Madre de Misericordia para que nuestro acción eclesial nos lleve a las orillas más lejanas llevando la Misericordia de Dios que tiene el poder de convertir nuestra vida y hacerla acorde a su amor. Es la mejor alabanza que podemos tributarle a nuestro Dios.
P Flavio Quiroga